Me estoy empezando a preocupar:
Anteayer fui a la playa y nada más llegar (apenas llevaba diez minutos tumbado en la toalla) una pareja joven se instaló cerca de donde yo estaba. No habían pasado ni cinco minutos y la conversación llegó a mis oídos como una advertencia: hablaban de Tsunamis. Otra vez la misma historia. Otra vez ese nombre raro. Él le decía a ella que un día, simplemente por pura estadística, un Tsunami barrerá nuestra costa. La chica estaba echada boca abajo, los brazos cruzados, su cara reposando dulcemente sobre ellos, los ojos cerrados; dejó que él hablase un poco más, escuchando datos y definiciones más o menos acertadas, sin apenas inmutarse:
-Es una serie de olas con una frecuencia que va desde los diez minutos hasta una hora, generadas por avalanchas, erupciones volcánicas o movimientos sísmicos repentinos del fondo del océano, que avanzan en diferentes direcciones a una velocidad media de, alucina, tía, ochocientos kilómetros por hora.
-¡Qué pasada!
-Lo peor es que cuando llegan a aguas menos profundas su velocidad disminuye pero su tamaño o longitud de onda aumenta, alcanzando a veces alturas superiores a veinte metros.
-¡Qué pasada, tío!
-Y pueden ocurrir a cualquier hora del día o de la noche. En Chile, por ejemplo, hace unos meses, con el terremoto ese que hubo se produjo un pequeño tsunami y...
La chica se dio la vuelta, y se puso de lado, un codo apoyado en la toalla, la mano en la cara, el pelo largo ocultando parte de su espalda... los ojos detenidos en los de él.
-Me salvarás, ¿verdad? -le preguntó y se dejó caer boca arriba-. Cuando eso suceda harás todo lo posible por salvarme, ¿no?
-Claro -respondió él-. Entre otras cosas porque nos avisarán y yo te avisaré a ti.
-¿Y si no da tiempo a que nos avisen?
-Nos avisarán -aseguró convencido y su mirada se cruzó durante un segundo con la mía.
-Ya, pero imagínate que no lo hacen a su debido tiempo, tío; por lo que sea.
-Si se produce un temblor en el cual necesites agarrarte a un poste, a una señal o a un árbol, a lo que sea, para no caerte al suelo, eso es que la magnitu del terrremoto es lo sufientemente potente como para provocar un tsunami... bueno dependiendo de donde este el epicentro, claro.
-¿Y qué haremos?
-Pues correr y buscar un sitio alto... si estás en Coruña hay que ir hacia la Zapateira, hacia las universidades... allí hay bastante altura... y comida y agua; de todas maneras no creo que el mar llegue hasta allí... porque si lo hace... ya no sería un tsuanmi, sería el final del mundo.
-Yo no creo que eso pase, la verdad.
-Ni yo, pero si pasa hay que saber lo que uno tiene que hacer.
-Ya -dijo ella y se volvió a poner de espaldas al sol; cuando lo hizo giró su cabeza y aquellos ojos se fijaron en los míos. Eran verdes, rasgados y muy bonitos.
-Espero que te salve -le dije muy bajito.
-Lo hará -afirmó-, está coladito por mí -y sonrió.
Yo también sonreí, me levanté, intranquilo, y fui a refrescarme a la orilla. EStaba llegando cuando me fijé en un padre que, mirando al mar, le decía a su hijo:
-Un día ese mar que ves ahí se enfadará y crecerá mucho.
-¿Y por qué?
-Porque estamos siendo mmuy malos con el Planeta.
-¿Y por qué?
-Porque los seres humanos no somos capaces de ponernos de acuerdo.
-¿Y por qué?
-Porque cada uno mira por lo suyo, hijo.
-¿Y por qué?
-Pues porque nadie tiene tiempo para los demás.
El niño se llevó un dedo a la boca y luego se rascó la cabeza con la otra mano:
-Ya, y por eso se enfadará el mar con ellos.... y no con nosotros, ¿no, papi?
-Sí, hijo, sí.
Ya decir esto aquel hombre me observó: tenía la misma mirada, exacta, igual, a la de aquel otro hombre con barba que me abordó el otro día, cuando me dirigía a la plaza de Pontevedra:
-Tú eres Juan Mariñas, ¿no? El mensajero de las letras -me dijo el hombre del niño. Formuló la misma pregunta, idéntica, el mismo tono de voz.
-No -le dije camino de la toalla-, lo siento, está usted equivocado.
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