...motivo más, como otro cualquiera, por el que salir de casa, igual que tomar un poco el fresco al anochecer, en verano, o traer a las vacas de pacer antes de cayera la noche, en el invierno. Era un acto más de un día más y no había razón para seguir preocupándose por ello. Allí, en el Valle del Sordo, en aquella zona de aldeas remotas donde nadie alzaba la voz, se hacía lo que se hacía sin darle demasiada importancia a lo que uno había hecho, fuese bueno o malo, aunque, como en toda regla, debía de haber alguna excepción.
Don José se desvistió con la misma tranquilidad que se les supone a los santos, olvidándose por completo de lo que había estado cavilando unos minutos antes, y lo recogió todo, dejando la estancia perfectamente ordenada. Tras observar que no quedaba gente en el interior de la pequeña iglesia, caminó por el estrecho pasillo central que permitía la escasa separación entre bancos. Llegó al portalón de la entrada, lo cerró con una de las dos llaves que llevaba en la mano y bajó luego despacio, y con mucho tiento de no resbalarse, las siete escaleras hechas en piedra que lo dejaban en la explanada que había delante mismo del camposanto; desde aquí pudo ver la totalidad de casas que formaban la aldea. Durante unos instantes se quedó allí, pensativo.
Visto como iba en ese preciso momento ya no se parecía en nada al cura que había dado la misa: llevaba puestas unas botas de agua que le subían casi hasta el pecho y un cesto de mimbre le colgaba de su hombro derecho. Una gorra enorme y de color verde, a juego con el chubasquero que vestía, le cubría su ancha y despoblada cabeza. En su mano izquierda iba la caña de pescar, una Mitchell pequeña y con carrete, mientras que en su otra mano sólo contenía el vacío creado por la ausencia de una faria que presidía, desde el mismo instante de cerrar el portalón, su amplia y maloliente boca.
Guardó las llaves que cerraban la iglesia, dejándolas bajo el asiento de su Renault Ocho azul y miró de nuevo a su alrededor. Comprobó que no había rastro de las pocas
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