lunes, 1 de marzo de 2010

Adolescentes de cuarenta

Tengo un amigo (probablemente dejará de serlo tan pronto lea esto) que se acaba de separar hace un par de semanas. El tío está feliz de la vida. Acaba de cumplir cuarenta y tres años, tiene un sueldo que triplica el mío, y se ha mudado al piso de sus padres este último viernes. Piensa alquilar un apartamento, comprar un descapotable rojo(ayer me enseñó el modelo y el precio) y (palabras textuales) VIVIR LA VIDA A TOPE. Yo estoy alucinado porque en su puñetera vida dijo esta boca es mía; era un mosquita muerta, aparentemente megaenamorado de su novia-esposa, y volcado en su trabajo: un tipo gris, siempre a la sombra de cenas de empresa, antiguos alumnos, y cumpleaños, donde, desmelenado, se convertía en una especie de hombrelobo que no se come un rosco. El caso es que de repente (bueno, en cuestión de un mes, mes y medio), el tío se ha convertido (o se quiere convertir) en un "rompecorazones, aquí estoy yo, nena, sube al coche que nos vamos a París". Con ese nuevo corte de pelo, las gafas de marca (grandes como para comer sobre cualquiera de los cristales), y un móvil que casi piensa por él, dice que le va de "fruta madre"; y que lo de comprarse el descapotable es lo mejor que ha hecho en los últimos veinte años seguro(¡vaya por Dios!). El problema(para mí) y lo mejor (para él) es que se han juntado cuatro o cinco tíos así y me cuenta que lo de "la noche me confunde" no es nada comparado con los desfases y homenajes que se dan (con mujeres, también de cuarenta, y también separadas, o divorciadas, o abandonadas);lo cierto es que yo no sé si alegrarme o no. Hace más o menos cinco horas lo vi agarrado a una mujer, (la verdad que muy guapa, alta y muy morena); lo saludé sin ánimo de pararme (no quería interrumpir); fue él quien se detuvo: me la presentó (se llama Blanca)y, haciéndome una mueca de vaquero malo-malísimo, me dijo: lo que estás perdiendo, Juanocho; lo que te estás perdiendo, chaval. Yo sonreí, claro (qué iba a hacer), y me despedí disculpando mis prisas. Cuando llegué a mi coche (que obviamente no era descapotable ni rojo como el suyo) pensé: no es cuestión de perderse, Juan, tranquilo, sino de estar perdido; y arranqué, feliz... y convencido de que el camino que llevo no me conduce a un precipicio.

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