1 Clama, hermanos, la divina Escritura diciéndonos: “Todo el que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado”. 2 Al decir esto nos muestra que toda exaltación es una forma de soberbia. 3 El Profeta indica que se guarda de ella diciendo: “Señor, ni mi corazón fue ambicioso ni mis ojos altaneros; no anduve buscando grandezas ni maravillas superiores a mí.” 4 Pero ¿qué sucederá? “Si no he tenido sentimientos humildes, y si mi alma se ha envanecido, Tú tratarás mi alma como a un niño que es apartado del pecho de su madre”.
5 Por eso, hermanos, si queremos alcanzar la cumbre de la más alta humildad, si queremos llegar rápidamente a aquella exaltación celestial a la que se sube por la humildad de la vida presente, 6 tenemos que levantar con nuestros actos ascendentes la escala que se le apareció en sueños a Jacob, en la cual veía ángeles que subían y bajaban. 7 Sin duda alguna, aquel bajar y subir no significa otra cosa sino que por la exaltación se baja y por la humildad se sube. 8 Ahora bien, la escala misma así levantada es nuestra vida en el mundo, a la que el Señor levanta hasta el cielo cuando el corazón se humilla. 9 Decimos, en efecto, que los dos lados de esta escala son nuestro cuerpo y nuestra alma, y en esos dos lados la vocación divina ha puesto los diversos escalones de humildad y de disciplina por los que debemos subir.
10 Así, pues, el primer grado de humildad consiste en que uno tenga siempre delante de los ojos el temor de Dios, y nunca lo olvide. 11 Recuerde, pues, continuamente todo lo que Dios ha mandado, y medite sin cesar en su alma cómo el infierno abrasa, a causa de sus pecados, a aquellos que desprecian a Dios, y cómo la vida eterna está preparada para los que temen a Dios. 12 Guárdese a toda hora de pecados y vicios, esto es, los de los pensamientos, de la lengua, de las manos, de los pies y de la voluntad propia, y apresúrese a cortar los deseos de la carne. 13 Piense el hombre que Dios lo mira siempre desde el cielo, y que en todo lugar, la mirada de la divinidad ve sus obras, y que a toda hora los ángeles se las anuncian.
14 Esto es lo que nos muestra el Profeta cuando declara que Dios está siempre presente a nuestros pensamientos diciendo: “Dios escudriña los corazones y los riñones”. 15 Y también: “El Señor conoce los pensamientos de los hombres”,16 y dice de nuevo: “Conociste de lejos mis pensamientos”. 17 Y: “El pensamiento del hombre te será manifiesto”. 18 Y para que el hermano virtuoso esté en guardia contra sus pensamientos perversos, diga siempre en su corazón: “Solamente seré puro en tu presencia si me mantuviere alerta contra mi iniquidad”.
19 En cuanto a la voluntad propia, la Escritura nos prohíbe hacerla cuando dice: “Apártate de tus voluntades”. 20 Además pedimos a Dios en la Oración que se haga en nosotros su voluntad. 21 Justamente, pues, se nos enseña a no hacer nuestra voluntad cuidándonos de lo que la Escritura nos advierte: “Hay caminos que parecen rectos a los hombres, pero su término se hunde en lo profundo del infierno”, 22 y temiendo también, lo que se dice de los negligentes: “Se han corrompido y se han hecho abominables en sus deseos”.
23 En cuanto a los deseos de la carne, creamos que Dios está siempre presente, pues el Profeta dice al Señor: “Ante ti están todos mis deseos”.
24 Debemos, pues, cuidarnos del mal deseo, porque la muerte está apostada a la entrada del deleite. 25 Por eso la Escritura nos da este precepto: “No vayas en pos de tus concupiscencias”.
26 Luego, si “los ojos del Señor vigilan a buenos y malos”, 27 y “el Señor mira siempre desde el cielo a los hijos de los hombres, para ver si hay alguno inteligente y que busque a Dios”, 28 y si los ángeles que nos están asignados, anuncian día y noche nuestras obras al Señor, 29 hay que estar atentos, hermanos, en todo tiempo, como dice el Profeta en el salmo, no sea que Dios nos mire en algún momento y vea que nos hemos inclinado al mal y nos hemos hecho inútiles, 30 y perdonándonos en esta vida, porque es piadoso y espera que nos convirtamos, nos diga en la vida futura: “Esto hiciste y callé”.
31 El segundo grado de humildad consiste en que uno no ame su propia voluntad, ni se complazca en hacer sus gustos, 32 sino que imite con hechos al Señor que dice: “No vine a hacer mi voluntad sino la de Aquel que me envió”. 33 Dice también la Escritura: “La voluntad tiene su pena, y la necesidad engendra la corona.” 34 El tercer grado de humildad consiste en que uno, por amor de Dios, se someta al superior en cualquier obediencia, imitando al Señor de quien dice el Apóstol: “Se hizo obediente hasta la muerte”.
35 El cuarto grado de humildad consiste en que, en la misma obediencia, así se impongan cosas duras y molestas o se reciba cualquier injuria, uno se abrace con la paciencia y calle en su interior, 36 y soportándolo todo, no se canse ni desista, pues dice la Escritura: “El que perseverare hasta el fin se salvará”, 37 y también: “Confórtese tu corazón y soporta al Señor”. 38 Y para mostrar que el fiel debe sufrir por el Señor todas las cosas, aun las más adversas, dice en la persona de los que sufren: “Por ti soportamos la muerte cada día; nos consideran como ovejas de matadero”. 39 Pero seguros de la recompensa divina que esperan, prosiguen gozosos diciendo: “Pero en todo esto triunfamos por Aquel que nos amó”. 40 La Escritura dice también en otro lugar: “Nos probaste, ¡oh Dios! nos purificaste con el fuego como se purifica la plata; nos hiciste caer en el lazo; acumulaste tribulaciones sobre nuestra espalda”. 41 Y para mostrar que debemos estar bajo un superior prosigue diciendo: “Pusiste hombres sobre nuestras cabezas”. 42 En las adversidades e injurias cumplen con paciencia el precepto del Señor, y a quien les golpea una mejilla, le ofrecen la otra; a quien les quita la túnica le dejan el manto, y si los obligan a andar una milla, van dos; 43 con el apóstol Pablo soportan a los falsos hermanos, y bendicen a los que los maldicen.
44 El quinto grado de humildad consiste en que uno no le oculte a su abad todos los malos pensamientos que llegan a su corazón y las malas acciones cometidas en secreto, sino que los confiese humildemente. 45 La Escritura nos exhorta a hacer esto diciendo: “Revela al Señor tu camino y espera en Él”. 46 Y también dice: “Confiesen al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia”. 47 Y otra vez el Profeta: “Te manifesté mi delito y no oculté mi injusticia. 48 Dije: confesaré mis culpas al Señor contra mí mismo, y Tú perdonaste la impiedad de mi corazón”.
49 El sexto grado de humildad consiste en que el monje esté contento con todo lo que es vil y despreciable, y que juzgándose obrero malo e indigno para todo lo que se le mande, 50 se diga a sí mismo con el Profeta: “Fui reducido a la nada y nada supe; yo era como un jumento en tu presencia, pero siempre estaré contigo”.
51 El séptimo grado de humildad consiste en que uno no sólo diga con la lengua que es el inferior y el más vil de todos, sino que también lo crea con el más profundo sentimiento del corazón, 52 humillándose y diciendo con el Profeta: “Soy un gusano y no un hombre, oprobio de los hombres y desecho de la plebe. 53 He sido ensalzado y luego humillado y confundido”. 54 Y también: “Es bueno para mí que me hayas humillado, para que aprenda tus mandamientos”.
55 El octavo grado de humildad consiste en que el monje no haga nada sino lo que la Regla del monasterio o el ejemplo de los mayores le indica que debe hacer.
56 El noveno grado de humildad consiste en que el monje no permita a su lengua que hable. Guarde, pues, silencio y no hable hasta ser preguntado, 57 porque la Escritura enseña que “en el mucho hablar no se evita el pecado”. 58 y que “el hombre que mucho habla no anda rectamente en la tierra”.
59 El décimo grado de humildad consiste en que uno no se ría fácil y prontamente, porque está escrito: “El necio en la risa levanta su voz”.
60 El undécimo grado de humildad consiste en que el monje, cuando hable, lo haga con dulzura y sin reír, con humildad y con gravedad, diciendo pocas y juiciosas palabras, y sin levantar la voz, 61 pues está escrito: “Se reconoce al sabio por sus pocas palabras”.
62 El duodécimo grado de humildad consiste en que el monje no sólo tenga humildad en su corazón, sino que la demuestre siempre a cuantos lo vean aun con su propio cuerpo, 63 es decir, que en la Obra de Dios, en el oratorio, en el monasterio, en el huerto, en el camino, en el campo, o en cualquier lugar, ya esté sentado o andando o parado, esté siempre con la cabeza inclinada y la mirada fija en tierra, 64 y creyéndose en todo momento reo por sus pecados, se vea ya en el tremendo juicio. 65 Y diga siempre en su corazón lo que decía aquel publicano del Evangelio con los ojos fijos en la tierra: “Señor, no soy digno yo, pecador, de levantar mis ojos al cielo”. 66 Y también con el Profeta: “He sido profundamente encorvado y humillado”.
67 Cuando el monje haya subido estos grados de humildad, llegará pronto a aquel amor de Dios que “siendo perfecto excluye todo temor”, 68 en virtud del cual lo que antes observaba no sin temor, empezará a cumplirlo como naturalmente, como por costumbre, 69 y no ya por temor del infierno sino por amor a Cristo, por el mismo hábito bueno y por el atractivo de las virtudes. 70 Todo lo cual el Señor se dignará manifestar por el Espíritu Santo en su obrero, cuando ya esté limpio de vicios y pecados. (Capítulo Séptimo. La Humildad. Regla de San Benito)
jueves, 9 de diciembre de 2010
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